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Una imagen vale más que mil palabras

  • Aznar, Rajoy, Don Juan Carlos
  • 2 jul 2015
  • 3 Min. de lectura


Desde hace quince años y aunque surgió como fruto de una beca de colaboración en mi colegio mayor, vengo participando, sino organizando, directa o indirectamente, actos de carácter institucional.


En este caminar, donde lo accidental constituyó un aprendizaje valiosísimo, para lo que luego fue mi carrera profesional estricto sensu, el sentido de la estética me ha permitido vivir situaciones para el recuerdo.


En todo los ordenes, la organización de las personas en un espacio, esa composición que las mismas forman en el lienzo de la realidad, ha supuesto una diferencia cualitativa a la hora de posicionarse ante el mundo.


La imagen nos describe, dice mucho más de lo que a simple vista puede observarse. Señala nuestro origen, nuestras aspiraciones, quienes somos, como pensamos, que queremos y hacia donde vamos. Si además eres especialmente minucioso en el análisis de los detalles, puedes tener conocimiento de información muy relevante a la hora de entender a tu interlocutor, de sentarte con él y de plantear las bases que antes de las, generalmente, poco valiosas palabras, supondrán el punto de inflexión de una negociación. Ofrece mucha más información la imagen y los gestos, que una hora de conversación. En el discurso, la persona verbaliza y vende lo que quiere que el de enfrente escuche, pero en nuestros gestos y en nuestra imagen, es difícil engañar, por lo menos a largo plazo.


Hace unos años, conversando con un buen amigo, profesional del sector de recursos humanos, me hablaba de lo sorprendente que le resultaba, como en España se presentaban a una entrevista de trabajo los posibles candidatos a un puesto. Ciertamente, en los distintos procesos de selección de los que he formado parte, ya sea como candidato o posteriormente como miembro de un tribunal o comité de selección, la imagen, cuando así lo requería el perfil, te daba de entrada un torrente de información. A mis alumnos de protocolo les recomendaba que siempre que acudieran a un proceso, cuidaran su imagen, pero sobre todo que intentasen, dentro de los cánones, ser lo más naturales posibles. Si algo es peor que una mala imagen, es una imagen falsa. No se trata de ir siempre de traje, eso sería una falta de adaptación a la realidad, sino de adecuarse al entorno, de mimetizarse con el proyecto para formar parte activa del mismo, sin desentonar.


Recuerdo una ocasión en la que con motivo de la llegada de un nuevo consejero a una de las embajadas en Madrid, tuve ocasión de acudir a la cena de bienvenida. El joven diplomático, quizá mal aconsejado en estas lides, acudió con un traje negro, una camisa negra y una corbata negra, según comentaban, de una carísima marca de ropa francesa. Lamentablemente, y a pesar del derroche de dinero, la “upper class” madrileña, siempre inclemente a estas inocentes excentricidades, le bautizó con el apodo de “el enterrador”, del cual no pudo despojarse hasta algunos meses más tarde, donde con ayuda de algunos amigos, consiguió que dentro de la estética de un país oriental, como era el que representaba, pudiera adaptarse con éxito a un lenguaje no verbal, que le sirvió para desarrollar una gran labor, como la que, durante su tiempo en España, tuvo ocasión de llevar a cabo.


Almorzando con, el ilustre y ya fallecido, José Luis de Vilallonga, me decía, como colofón a una impagable conversación, que a su regreso del exilio en París, tenía la impresión de que en España las cosas habían cambiado poco: “la gente sigue hablando a voces, los presidentes del Gobierno no saben idiomas y las chaquetas de los ministros son dos tallas más grandes de lo que corresponde”. Quizá nuestro país no haya variado mucho en lo antropológico, desde aquellos lejanos años que comentaba el Sr. Vilallonga. Entretanto, habremos de conformarnos con mirar las corbatas del rey Don Juan Carlos, o escuchar fuera el acento de Berkshire de David Cameron, que a los efectos producen la misma sensación.


 
 
 

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