Corbata azul
- concapaysombrero
- 10 ago 2015
- 4 Min. de lectura

4:25 de la madrugada. Suena el teléfono. No encuentro las zapatillas, porque el gato, como siempre, se las está comiendo debajo de la cama. Camino descalzo y casi a oscuras hasta el salón. Tras un “¿sí?”, me contesta una voz desde una ciudad allende los mares, que directamente y sin mayor explicación me pregunta: ¿corbata azul o pajarita negra? Respondo: “depende de para qué”. “Una boda. Mi hermana se casa mañana” se escucha al otro lado. “Hay gente imprudente por el mundo”, le contesto.
Y desde ahí, nos sumergimos en hora y media de risas sobre el arroz y el punto de cocción del mismo, en si ponerle gambas, pollo o judiones. En si es mejor la fideua o si te gusta el socarrat. Recordamos los viernes en la Complutense, que era el mejor día porque no había clase, y podías tomarte el vermut en la terraza del Bellas Artes leyendo el ABC, mientras el resto de mesas se consumían de odio por el gesto neoliberal. Entonces, todos estábamos solteros y casarse era algo lejano, extraño, un universo desconocido al que uno accedía, tras la oposición o cuando Uría te había pasado oferta cerrada. Teníamos un amigo común, renqueante en estas lides, que decía: “yo no me caso hasta que me cedan el sillón en el Consejo del Urquijo”. Según parece, debieron cedérselo, porque Los Jerónimos y el “Luna y Sol” dieron cuenta del momento en que se subió al altar y algunas barras de reconocido prestigio de la capital, posteriormente, también mostraron de manera vivaz cuando se bajó de él.
Llegada una edad, a la gente le da por casarse y tener hijos. Desde 2008, habré casado a unos treinta, y descasado sobre unos siete. Todo culpa de la ley hipotecaria. Hoy, que vivimos en la sociedad del “amor ADSL”, sí, ese que se puede cambiar por otro, según el rendimiento, la velocidad y el consumo mensual; ahora ya te puedes casar y descasar como quien se cambia de camisa. Por eso, los que respetamos tanto el matrimonio para no querer probarlo ni por asomo, miramos desde la barrera todo ese espectáculo de arroz, tocados de colores exóticos y cubierto de 100 euros. Nos perdimos en cambio la batidora, la ensaladera de plata y el viaje a Cancún. No están en nuestro haber.
A mi amigo le preocupa mucho el devenir de su futuro cuñado porque parece ser el chico, desde bien joven, sufre de picores. Según cuenta, una corte de gentiles señoritas han estado dispuestas a atenuarlos. Y hasta aquí ningún problema, porque los dos estamos de acuerdo en lo positivo de tan solidaria actividad, pero lo que no le gusta un pelo, es que el caballero no tiene oficio, ni está, ni se le espera, y claro, “la chica vale mucho” como se decía en las ciudades de interior.
Otro aspecto que sale a colación es la edad, porque ella ya pasó los 35 y bueno, se abre el abismo para que la joven “case bien”. Lo del calificativo “bien” siempre me ha hecho mucha gracia, porque parece que si uniendo lindes salen menos de doscientas hectáreas, no merece la pena dar la entrada para el piso en Rosales.
Hace poco otro compañero me decía que su hermana se había casado con un señor de Jaén que tenía menos olivares que los Martínez Bordiú, pero que la aceituna era picual y por tanto, que habían aceptado. Sí, en plural, “habían aceptado”. Porque en Madrid y en otras ciudades de España aún se siguen aceptando a los consortes, como si fuera el Consejo de Administración de Enagas, por votos a favor o en contra, por mayoría cualificada, con consejeros dominicales e independientes. Nunca por interés, mejor por capital.
Antes hay que pasar por un calvario de presentaciones y actos sociales. Todo un rito eso de acudir al Casino a pedir la mano. Me comentaba a los postres un señor muy respetable en la pedida de su hija: “que pena de Patek Philippe, este nos va a durar tres asaltos”. Y así fue, a pesar de la búsqueda inmisericorde de un consorte adecuado, la niña se casó y al poco, él se acordó de Machín y decidió cantarle las Dos Gardenias y ella, como María Dolores Pradera, pensó que era mejor aquello de: “devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo demás”. Él se fue con su secretaria y ella lo cambió por un banquero francés, tan escuchimizado como forrado, con quien está felizmente casada, ahora sí, con visos de que será para toda la vida.
Mi amigo me hace toda una disquisición filosófica sobre el porqué de casarse o quedarse para vestir santos. De con quién y donde. Yo le insistía sobre todo en el para qué. Pero nada, volvíamos una y otra vez de manera recurrente a la, parece ser, espectacular colección de rubias, morenas y pelirrojas que habían pasado por los viñedos del futuro consorte.
En el tema del matrimonio, entran muchos factores, en el contraerlo me refiero. Tomar la decisión a veces demasiado rápidamente, puede llevar a años de apatía, dulcificada por la compañía, el cariño o la evasión del abismo de la soledad; pero en otros, permite adentrarse en un amor profundo, construido poco a poco, auténtico, genuino, en un proyecto en común, en un asalto con escolta. Esos, los amores con arrugas, van quedando menos, pero también los hay.
El amor, esa amistad con momentos eróticos, que decía Don Antonio, a veces dura toda una vida y otras acaba en divorcio. Ahora el Papa Francisco dice que no los va a excomulgar, así que una lástima porque en el infierno seremos menos.
Entretanto, mi amigo, que en el fondo lo único que quiere es que su hermana sea feliz, ya está pensando en qué les va a regalar. La batidora no se contempla, los smoothies mejor fuera de casa. Yo me río, porque como siempre, la dureza de su carácter se edulcora con una bondad sin límites y aunque no le veo, sé que lo único que quiere es que el Patek se oscurezca. Y si los viñedos los cimbrearon mucho o el chico está a verlas venir, que más da, si al fin y al cabo, lo que se trata es que sean felices.
Corbata azul, el smoking para la Starlite.
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