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De silencios, lombarda y crema de puerros.

  • concapaysombrero
  • 17 jul 2015
  • 3 Min. de lectura

Encender el televisor en los tiempos presentes es casi un acto de heroicidad ante un panorama desolador en el que Europa parece resentirse de sus heridas más recientes, y la noble Grecia, allí donde comenzó todo este invento, ahora gestionado desde los despachos del Quartier Européen en Bruselas, se despereza en un quítame allá esas pajas de unos miles de millones de euros.


Entre tanto, Irán parece que cambiará su bomba atómica por dinero y sonrisas, que desde Washington se celebran como un éxito de la diplomacia, pero que a algunos nos enervan los pelos de la nuca y nos hacen recordar el 11M y la figura del Shah, el siempre opulento Mohammad Reza Pahlevi, al que echaron de su país entre risas y ahora recordaran entre lagrimas. No hay mejor juez que el tiempo, porque permite dimensionar las cosas en su justa medida. A pesar de los fastos de Persépolis, de las joyas de la Princesa Soraya, esa hermosa mujer de ojos tristes, o de los pedruscos como puños de la corona de Farah Diba, el sufridor pueblo iraní quizá mira ahora de manera distinta la importancia que tuvo el Shah en la preservación de una paz social, donde se veía a esa nueva Persia como una zona de inversión y riqueza y no como un foco de conflicto internacional.


En España seguimos con debates y declaraciones de toda suerte de estadistas de nuevo cuño que fomentan el consumo de Primperan, y donde la lectura se convierte en el recurso de los exilios interiores entre aquellos que perseguimos la belleza de las cosas sencillas.


En medio de la noche, mi gato corretea tras una bolsa, se encarama en la barandilla del balcón y observa a su amigo “El Porrina”, ese señor tan bien vestido que nunca le devuelve el saludo a pesar de sus maullidos.


El sosiego de la madrugada, me trae al recuerdo mi viaje a Túnez, un país en donde el silencio cobra un valor especial. La noche antes de partir, andaba finalizando los detalles de la primera visita oficial del Cardenal Rouco Varela a mi colegio mayor. Antes de cerrar la maleta, escribí el menú que para la ocasión entregué en una cuartilla a la gobernanta: lombarda y crema de puerros.


Corría el mes de febrero y al día siguiente volábamos a ese estupendo país, donde para mi sorpresa y la de mis compañeros de viaje, pudimos disfrutar de las delicias del Mouradi Hotel África, que en plena avenida Bourguiba nos deleitaba con su excepcional cordero con cuscús y su buffet de repostería, inigualable ni en el mejor hotel de centro Europa. En aquel momento, y a pesar de que nuestra guía turística, nos repetía con fruición que el país estaba organizado en un modelo de república parlamentaria, bajo la presidencia del inefable Ben Ali, todo hacia indicar que la democracia estaba aun lejos de llegar a las costas de Cartago. Curiosamente, pocos años más tarde, el 17 de diciembre de 2010, la cruel muerte de un joven de 26 años, Mohamed Bouazizi, provocó la caída del régimen y el inicio de la llamada Primavera Árabe, contagiándose a los países del entorno y acabando con la terrible dictadura del Coronel Gadafi en Libia o el gobierno del presidente Mohamed Morsi en Egipto, entre otros muchos.


En Túnez el silencio de la noche es especial y si es en Sidi Bou Said, te envuelve y te conmueve. En él, es donde se escuchan las mejores cosas del interior de uno mismo. En aquellas costas tunecinas, pude escuchar el silencio mientras contemplaba el atardecer desde África, un continente del que Europa aun no ha entendido nada, y como allí, éste, toma una dimensión trascendental.


Quizá no percibamos el valor del silencio porque vivimos una época de muchos ruidos, donde las voces se elevan para defender lo indefendible, donde los países se rescatan, porque las personas se cansaron de esperar su propia salida.


 
 
 

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